miércoles, 12 de septiembre de 2007

Mis ganas de cantar

Mis ganas de cantar

Como vivo solo, disfruto una de sus ventajas, puedo llorar sin explicar. Solo es conmigo el balance y la conjetura y en general estamos de acuerdo.

También conmigo, cantamos, y es tan placentero como llorar a solas por cosas del corazón o del recuerdo, de la alegría o su opuesto; por la emoción de la justicia o la injusticia.

Pero mi cantar es asistemático, sin pentagrama y diverso.
No hay un género o una tonalidad. Hay algo en el sonido que me conmueve, a veces, hasta las lágrimas.

Perdí a María Eva porque toda vez que escuchábamos a Mercedes Sosa yo, lloraba.
Ella, insegura sin remedio, siempre me achacó que mi llanto era por el recuerdo asociado con Mariana. Alguna vez le confié, con la imprudencia de muchos hombres que creen en las mujeres como albaceas de secretos, que me había ocurrido la primera vez estando con Mariana.

Como no supe explicar ni explicarme el porque de esa emoción tan honda, la María Eva hizo sus cuentas y le dieron que yo no la amaba. Y se fue.

Perderla, no me produjo llanto pero sí una pregunta: ¿porqué la Sosa
-y después descubrí que algunas otras mujeres también – me generaban tanta emoción y a veces llanto?

Algunos psicoanalistas ortodoxos y no tan ortodoxos ya estarán segregando la novela edípica. Pero no. No se ilusionen. Mi madre ni siquiera podía tararear una canción de cuna… claro es obvio que precisamente, por eso…córtenla!

Fue Mariana quien me cantó por primera vez y lo hizo entonada, tierna y enamorada; tanto que era capaz de viajar decenas de kilómetros con su guitarra a cuestas, en micro, para venir a cantarme y tal vez no es la Sosa la que me hace llorar sino el recuerdo de Mariana que ya no tengo y que ya no me canta más.

¡O sea, que las cuentas de María Eva, a pesar de su magra educación provinciana no le daban tan mal!


Hablando del cantar, no hace mucho, me dije: ¿por qué no ingresar a un coro? Después de dudas y añejas vergüenzas busque un contacto y aparecí en una salita de un jardín de infantes en el que funcionaba un coro nocturno de adultos de diverso género y pelaje.

Su director, un hombre relativamente tan joven que podría ser mi hijo, me miró con desconfianza, con esas miradas de miopes que es como si miraran siempre el horizonte que está detrás de uno y me dijo, quedamente: podes quedarte, pero todavía no perteneces al coro.

Se reunían un jueves por semana, de noche y era invierno. Yo me sentía un sapo de otro pozo aunque sin categoría de sapo. Ellos eran los sapos titulares y tenían derecho a croar. Yo solo debía observar.

Pasaron tres semanas hasta que el director me tomó una prueba de voz. En el ínterin asistí formando rueda entre gente de reconocida fama en ese jardín de infantes y me desconcertaban algunos gritos masculinos que se esforzaban como por sobresalir dentro de ese conjunto un poco amorfo.

Se me dirá quién era yo para juzgarlos. Yo fui coreuta no pentagramado cuando cursaba mi sexto grado de primaria y junto con decenas de niños de mi misma condición y edad, grabamos todas las canciones patrias en la RCA Víctor –cuando existía. Esa grabación aún se escucha en todas las escuelas el país.

El director, quien finalmente me tomó la prueba de voz, era como siempre imaginé que así sería Herbert Von Karayan, distante, preocupado, flotando a once centímetros del suelo y centrado en una especie de melodía solo audible para él, que nadie debía perturbar. Me vino el recuerdo de una película que biografiaba a Robert Schumann cuya tortura personal, según el guionista y el director de aquella película estaba centrada en la escucha permanente de un fa sostenido insoportable para él y para las características acústicas de mi cine de barrio.

Solo su guitarra, de una conmovedora afinación y timbre lograba darme una cierta compañía en la inminente congoja.

La prueba la tomó en medio de los dos metros cuadrados donde estaban todos los otros mirando discretamente para cualquier lado y aparentando una neutralidad y una disociación imposibles.

Confieso que fui lo suficientemente pavo como para no pensar con anterioridad con cual melodía cantaría.



¡Soy tenor! ¡Soy tenor!
Con mucha frialdad y distancia el Von Karajan de marras debió admitir que mi cuerda era la de tenor.
Semejante calificación, sin embargo, no fue suficiente para que yo insistiera en quedarme en ese coro. La frialdad y la distancia me hacen desafinar.
Algo se sumó para que mi archivo hiciera sonar alguna alarma parecida al rechazo o al desapego.
Tal vez insista con otra gente, en otro lugar.